Esto es lo que recuerdo,
apenas mi versión
del único hecho concreto:
éramos cuatro personas
volviendo a casa en auto
un catorce de febrero.
A la salida,
bajo esos sauces
que no se sabe
a quien lamentan,
baldes blancos
llenos de rosas
envueltas en papeles
metalizados,
que se ofrecen
para declarar amor eterno
por doscientos pesos.
En la autopista,
la sombra de nuestro auto
se alargaba hasta el de adelante,
y dejaba atrás
unas semanas en las que
nada había cambiado
y un recuerdo que quizás,
alguna vez,
se vuelva visitable.
Los carteles
crecían hasta desaparecer
de golpe.
Anunciaban muebles
cervecerías
concesionarias de autos
el mejor colchón.
Bajaba la hora
en que el dios del oro rojo
sale a presumir su lengua
de fuego triste.
Ahí estaba, lamiendo
autos, asfalto, puentes.
El ruido se filtraba
por las ventanillas abiertas,
antídoto
para ese silencio
sedimentado,
que ni siquiera esos quince días
habían podido desenredar.
Era el día de San Valentín.
El planetario y los parques
estaban iguales,
Urquiza mirando al sudoeste,
los patos nadando en círculos,
las rondas sobre el pasto.
Todos,
absolutamente todo
diciendo:
aquí no ha pasado nada.
El horizonte engordaba
nubes inverosímiles,
unas ventanas relucían
pequeñas gotas del fuego tibio.
No lo viste, manejabas.
Hace bastante tiempo
que no miramos
hacia el mismo lado.